Yo no sé ustedes,
pero cuando entro a cualquier iglesia de la ciudad o las que he visitado,
siento la calma que me aparta del mundo sin dejar de estar en él. En La Casa de Dios todo es paz y ello
permite reencontrarse con Él y con uno mismo.
Allí he visto a
personas con su currículum vitae pidiendo encontrar un buen empleo; a señoras
que oran y lloran por sus hijos, sea que tengan problemas o por el orgullo.
He visto a vendedores
ambulantes que dejan a un lado sus cestas con chucherías y se hincan a orar y
pedir fuerzas, agradecer y encontrar un verdadero descanso que les permita
seguir ante el sol inclemente.
Ante La Casa de Dios
las cornetas y gritos de los conductores pasan a un quinto plano, siendo
murmullos que no afectan a la oración y la conversación con Dios. En sus
paredes está la calma y por aquel tragaluz del techo parece que se escapan los
males o cruces que cargamos.
Nada te perturba en
una iglesia, escapas del mal y encuentras a personas de bien. Y cuando los
malos quieren utilizarla, terminan siendo doblegados como debía ser su destino.
Los bancos de madera,
los lugares para hincarse, son cómodos para los penitentes. Porque Dios no nos
va a invitar a su casa a que vayamos a flagelarnos, así como nuestra Madre la
Virgen María tampoco lo desea. Quienes lo hacen no han entendido pues lo que es
tener a un Padre y una Madre que les quiere y espera que se acerquen a ellos.
Las tan cuestionadas
imágenes –atacadas por un sector minoritario y desgastado-, muestran la
historia de la humanidad, la verdad, el arte y la devoción, ayudándonos a
evocar dentro de La Casa de Dios a quienes Él les ha bendecido para ser
ejemplos de su grandeza y de que la misma humanidad, así como ha buscado su
condena, entre sí tiene las llaves de su liberación y unión (las cuales
deberíamos todos elegir).
Las iglesias son arte
y Fe, demostración física de la grandeza del Señor, siendo siempre pequeñas
ante él. Pero sea cual sea el tamaño del templo, la paz, amor, reconciliación y
fuerzas que en ellas encontramos con tan sólo hablar con nuestro Creador, son
inmensas.
Cuando entramos a
ellas, cumplimos esa parte del Padrenuestro que dice, “hágase tu voluntad aquí
en la tierra como en el cielo”, donde pedimos y de Él, recibimos lo que sabe
que nos conviene y que quizá no veamos en vida, pero sí a su lado en el reino
celestial.
La Casa de Dios es un
edificio de amor donde todo dejamos; La Casa de Dios es nuestro corazón donde
todo creamos.
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