(San Alfonso María Ligorio)
¡Madre de Dios y Madre mía, María!
Yo no soy digno de pronunciar tu nombre; pero tú que deseas y
quieres mi salvación, me has de otorgar, aunque mi lengua no es pura, que pueda
llamar en mi socorro tu santo y poderoso nombre, que es ayuda en la vida y
salvación al morir.
¡Dulce Madre, María!, haz que tu nombre, de hoy en adelante sea la
respiración de mi vida.
No tardes, Señora, en auxiliarme cada vez que te llame. Pues en
cada tentación que me combata, y en cualquier necesidad que experimente, quiero
llamarte sin cesar; ¡María!
Así espero hacerlo en la vida, y así, sobre todo, en la última
hora, para alabar, siempre en el cielo tu nombre amado: “¡Oh clementísima, oh
piadosa, oh dulce Virgen María!”
¡Qué aliento, dulzura y confianza, qué ternura siento con sólo
nombrarte y pensar en ti!
Doy gracias a nuestro Señor y Dios, que nos ha dado para nuestro
bien, este nombre tan dulce, tan amable y poderoso. Señora, no me contento con
sólo pronunciar tu nombre; quiero que tu amor me recuerde que debo llamarte a
cada instante; y que pueda exclamar con San Anselmo:
“¡Oh nombre de la Madre de Dios, tú eres el amor mío!”
Amada María y amado Jesús mío, que vivan siempre en mi corazón y en
el de todos, vuestros nombres salvadores. Que se olvide mi mente de cualquier
otro nombre, para acordarme sólo y siempre, de invocar vuestros nombres
adorados. Jesús, Redentor mío, y Madre mía María, cuando llegue la hora de
dejar esta vida, concédeme entonces la gracia de deciros:
“Os amo, Jesús y María; Jesús y María, os doy el corazón y el
alma mía”.